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domingo, 26 de abril de 2015

He estado matando periquitos

Sí, dicho así, es un poco bestia. Te preguntarás si la afirmación es literal o si es simplemente un recurso que utilizo para llamar la atención. Te sorprenderá, espero, cuando te diga que ambas cosas son ciertas. Sí, he estado matando periquitos. Pero no, por favor, no dejes de leerme pensando que soy una especie de salvaje sin alma.

Los periquitos que he matado no son esos pajaritos de colores que alguna vez he tenido enjaulados en mi casa. Ruidosos, hablan pero sin cantar como los canarios o los jilgueros. Hay quien dice que hasta se les puede enseñar a hablar como a los loros. Yo lo intenté alguna vez, con alguna palabrota, y no lo conseguí. No sé si el fracaso se debió a que no empleaba el método adecuado o a que los periquitos que tenía eran partidarios de un lenguaje correcto y se negaban a emitir exabruptos.

No, los periquitos que he matado esta mañana no eran así. Eran verdes, sí, como algunos de los otros, pero éstos vivían en libertad. Aún más cruel. Eran periquitos-planta. Sí, yo no los conocía hasta este año. Son plantas que se convierten en matorrales, en arbustos, que se llenan de flores de diversos colores y que se reproducen, me imagino que con ayuda de las abejas u otros animales similares, con unas semillas pequeñitas, negras, que se asemejan a granos de pimienta.

He tenido que matarlos porque estaban creciendo junto a las cebollas y yo, todopoderoso, he decidido que las cebollas debían vivir y los periquitos debían morir. Sé que no es éste el lenguaje que se emplea con las plantas. No, a las plantas no se las mata; se cortan, se extraen, se eliminan, pero no se matan. Es curioso esto del lenguaje, del poder de una palabra aplicada en un contexto que no es el habitual.

Yo, con el poder que yo mismo me he concedido, he decidido que en la tierra crezcan cebollas, y tomates, y pimientos, y ajos, y lechugas, y fresas, y albahaca, y hierbabuena, y menta. He decidido que crezcan plantas que me van a ser útiles, y no sólo para comer. También he decidido que crezcan plantas que me alegrarán la vista y el olfato, como los rosales, que ya han echado -echar no parece la palabra más correcta, pero es la empleada en estos casos- que ya han echado, decía, sus primeras rosas, y están llenos de capullos –otra palabrita que…- que estallarán –capullos que estallan- en mayo. Y los lilos con sus lilas.

Y yo, con ese mismo poder, he decidido matar las malas hierbas, entre las que se encuentran los periquitos. Son malas porque así lo he decidido yo. Los periquitos han pasado de ser un “¡anda, qué flores más bonitas!”, a ser un “¡mátalos, que no dejan que crezcan las cebollas!”.

Uno a uno, con el dedo índice y el pulgar, los he ido quitando, sacando de su tierra, tirándolos, metiéndolos en bolsas de plástico que terminarán en el cubo de la basura y, quién sabe, en un vertedero o en un planta -¿planta?- de reciclaje. Antes de plantar las cebollas los maté a lo bestia, con azada, cortándoles, procurando no dejar de ellos ni las raíces. Pero los periquitos son persistentes, y de alguna raíz que quedó en la tierra están saliendo, poco a poco, asomando sus cabecitas verdes, como tréboles de dos hojas, grandes. A estos que ahora salen los mato de uno en uno. Los cojo, metiendo un poco las yemas en la tierra, intentando coger su tallo-raíz, y arrancándolos. Es importante que no quede nada de ellos para que no vuelvan a salir. Pero algunos se resisten y apenas puedo más que cortarles las cabezas verdes. Me retan, me dicen que no podré con ellos, que el próximo finde habrán vuelto a salir, fuertes, enfrentándose a las adversidades.

Y, a todo esto, no sé qué pensaran las cebollas. No sé si me agradecen todo este esfuerzo que hago por ellas. Igual, si les preguntara y, sobre todo, si me contestaran, me dirían que no les importa compartir su espacio con los periquitos. Igual podría haber dejado que crecieran juntos, que compartieran la tierra. Pero entonces tendría que enfrentarme a otro dilema filosófico: me estaría preguntando si está bien que fomente la lucha por los recursos, las peleas de las raíces por chupar el alimento, o de las hojas por llegar antes y mejor a los rayos de sol. No sé quién inventó los dilemas, pero le diría un par de cositas.   

Bueno, lo dejo aquí. No he querido hacer un alegato contra la agricultura. Sería ilógico pensar que podemos vivir siendo simplemente recolectores. Tampoco busquéis en este texto ningún paralelismo con la sociedad. Por suerte, los humanos convivimos entre todos, y compartimos los recursos sin enfrentarnos por ellos. O, al menos, así debería ser. Con el texto simplemente he querido contar que esta mañana he estado matando periquitos y que, cuando cuelgue una foto en facebook presumiendo de mi cosecha de cebollas, recordéis que me han costado más de un quebradero de cabeza, y alguna lágrima.

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