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jueves, 7 de agosto de 2014

Un tiro en la barriga

Estar tirado en mitad del salón con un tiro en la barriga no era el plan que tenía para esa tarde. La verdad es que no tenía ningún plan. Esperaba dejar pasar las horas hasta la llegada de la noche, momento en que la cama le esperaría para transportarle a un mundo donde no fuera necesario pensar.

No le gustaba lo de morir de un tiro en la barriga. Esperaba que en los telediarios cambiasen esa expresión tan vulgar por algo más anatómico, más científico. Un tiro en la tripa tampoco era lo que esperaba…. en el abdomen, eso, un tiro en el abdomen era mucho más profesional. Le parecía que morir de un tiro en el abdomen le devolvía algo de su cuerpo que hacía años que había perdido, desde que la barriga se apoderó de esa zona para no soltarla. Tampoco había hecho muchos esfuerzos por librarse de ella. Era el stress, la ansiedad, el no tener nada que hacer, lo que le llevaban una y otra vez a abrir la nevera buscando algo de comer. La mayoría de las veces no encontraba nada o, al menos, nada que le apeteciera comer. Pero el levantarse a la nevera era un ritual que mantenía, aun cuando sabía que la nevera estaba vacía.

A él le gustaba mucho ir al mercado a comprar, aunque cada vez podía hacerlo menos. Llegar al puesto de la fruta y preguntar por “la última” era algo que, como un ritual, realizaba con esmero. Antes, se había lavado bien, se había dado algo de jabón en las axilas para evitar los olores, y se había puesto la camisa recién planchada. No quería que, a pesar de su situación, los demás se sintieran incómodos con su presencia, y procuraba mantener un aspecto agradable. Algunas veces intentaba comenzar alguna conversación con “la última” y, cuando era correspondido, era su día de suerte. Ese día, al menos, podría hablar dos o tres minutos con alguien. Se sorprendía escuchando su propia voz, se sorprendía de ser todavía capaz de emitir algún sonido que no fuera gutural, de emitir sonidos que los demás entendían. De las voces de los demás no se sorprendía tanto, gracias a la tele y, la mayoría de las veces, a las de la radio. Aun así, se sentía reconfortado cuando “la última” se dirigía a él y emitía palabras que llegaban a sus oídos. La conversación en directo era algo con lo que ninguna radio ni tele podía competir. Palabras que salían de su boca y eran escuchadas, palabras que salían de otras bocas y que él escuchaba.

Pero con un tiro en la barriga no tenía posibilidad de decir ninguna palabra y, si la dijera, nadie la escucharía. Mientras la sangre iba saliendo de su abdomen, sí, de su abdomen, y encharcaba el suelo alrededor de su cuerpo, no podía salir nada de su boca que no fuese un grito de dolor. Pero no, no era eso lo último que quería escuchar antes de morir, y apretando los dientes contuvo el grito dentro de su boca.

La sangre salía, pero no tan deprisa  como se podía esperar de una situación similar. Sabía que iba a morir, pero lo estaba haciendo lentamente. Pensar, pensar, pensar era lo único que podía hacer, pero ¿en qué?. No, no iba a hacer en esos momentos un recorrido por su vida. Bastante jodido estaba como para encima amargarse por la sucesión de fracasos que representaban los años en los que había vivido. Por un momento, su cabeza le llevó a buscar al culpable del tiro. ¿Quién habría sido el capullo?.

Un rápido repaso y nada, no encontraba ninguna razón por la que nada ni nadie quisieran pegarle un tiro. Puede que no fuera un santo, pero estaba convencido de no haber hecho daño a nadie, al menos conscientemente, al menos en los últimos años. Su vida de reclusión autoimpuesta hacía que su relación con el mundo se limitara a la compra en el mercado, cada tres días, o incluso más espaciadamente. En el camino procuraba no meterse en líos, no mirar mal a nadie, no hacer nada que no fuera andar con los ojos sobre la acera. Si se encontraba con algún conocido el saludo era correcto, pero lo suficientemente distante como para indicarle al otro que esa era toda la conversación que iba a tener. A diferencia de con “la última”, la conversación con conocidos no le apetecía nada. El “¿cómo vas de lo tuyo?”, el “¿alguna novedad?”, el “ánimo, que todo se arreglará”, eran frases que ya no quería escuchar. Sí, esas conversaciones repetidas, esas palabras iguales que salían de todas las bocas de los conocidos, eran como martillazos y ya no las aguantaba. Nada que ver con las palabras que intercambiaba con “la última”, una desconocida, que seguiría siendo desconocida después del intercambio de palabras, alguien que no sabía nada de su pasado ni sabría nada de su futuro.

Futuro. Resultaba curioso pensar en el futuro ahora que estaba ahí, tirado en mitad del salón, con un tiro que le estaba desangrando, poco a poco. No, no iba a rezar. Se negaba a terminar su vida suplicando una salvación. Había vivido correctamente y, si aquello no era suficiente, que se fuera a hacer puñetas el paraíso que le esperaba si, para conseguirlo, tenía que acabar suplicando. No podía decir eso de que moriría con la cabeza alta porque su postura, tirado en el suelo, con la boca apretada para evitar gritar, con las manos sobre la barriga para intentar detener la hemorragia, no era una postura de cabeza alta. Pero sí, la tenía. Aunque fuera mentalmente pero tenía la cabeza alta, erguida, orgullosa de, a pesar de todo, haber podido llegar hasta ese momento, de haber podido vivir sin hacer daño a nadie, de haber podido vivir.

Así, con una leve sonrisa de orgullo, expiró.

Cuánto ha tardado en morir el cabrón, pensaba desde el edificio de enfrente, desde la azotea, el soldado israelí que le observaba. Había apuntado al corazón, pero el tiro le salió bajo. Tendría que corregir la mira telescópica. Dirigió dos palabras al micro que le colgaba desde la oreja: "sospechoso abatido".