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martes, 2 de junio de 2015

Sobre los lectores de "malos libros"

Tuve un profesor de Historia, en Secundaria (BUP), que nos decía algo así como “cuando veáis a alguien en el metro leyendo el Marca muy despacio, moviendo los labios, no os riais de él. Seguramente no ha tenido la oportunidad que habéis tenido vosotros de estudiar y, si no fuera por el Marca, no leería nunca. El Marca consigue que esa persona no sea un analfabeto total.”

Este recuerdo me ha venido a la cabeza después de leer a varios autores quejándose de las pocas ventas de “buena literatura” en la Feria del Libro, y del gran número de ventas de libros escritos por personajes televisivos, sean éstos tertulianos, o folklóricas, o futbolistas.

Sí, seguramente seríamos una sociedad mejor si todos leyéramos “grandes obras” pero… 

Yo, que utilizo el transporte público, me gusta ver cómo a mi alrededor hay mucha gente leyendo, en papel o en tableta. No me pregunto qué leen. Es más, las ocasiones en que es en papel y el libro no está forrado, muchas veces me encuentro con autores que no sé ni quienes  son; no sé si son adecuados o no, si son buena literatura o no. Pero me gusta ver a las personas que me rodean leyendo, sea lo que sea.

En mi casa había muchos libros y, sin embargo, no recuerdo haber visto a mi padre leyéndolos. Cuando era pequeño, mi padre trabajaba mucho, durante muchas etapas en dos trabajos, o haciendo horas extras y me imagino que cuando llegaba a casa le apetecía muy poco ponerse a leer. Mi madre sí leía algo más, pero era una lectura más repetitiva de lo que había leído en su infancia y juventud, de títulos que le traían recuerdos, más que una búsqueda de novedades. Lo que no puedo olvidar es que fui un privilegiado teniendo unos padres que sabían leer; muchos de mis compañeros no tuvieron esa suerte.

Mi padre, cuando se jubiló, se enganchó con las obras de Marcial Lafuente “Estefanía”. En aquella época nos metíamos con él por sus lecturas, pero yo también “caí” y estuve una temporada de mi adolescencia leyendo esas historias fáciles de vaqueros. Y menos mal. Cuando mi padre dejó de leer esas historias y se enganchó a la tele fue cuando empezó su declive.

Pensando en lo que me decía aquel profesor de Historia, pensando en cómo mi padre leía, siento el máximo respeto por alguien que tiene un  libro en las manos, sea el libro que sea.

Sí, es preferible que todos leamos “buena literatura” pero, además de quejarnos, podríamos hacer algo.

En Primaria, los chavales tienen suerte. A ningún clásico se le ocurrió escribir libros para niños y los maestros pueden recomendar libros de El Barco de Vapor o similares. Los niños se encuentran  con libros actuales, escritos por autores actuales, que les cuentan historias pensadas para ellos y que entienden perfectamente. En Primaria se crean grandes lectores.

Pero en Secundaria la cosa cambia. De repente, los adolescentes tiene que dejar de leer libros que les apasionan y tienen que meterse en el mundo de los clásicos, sean éstos Cervantes o Cela. O Las Cantigas de Nuestra Señora….

Mi hija mayor pasó de ser una lectora salvaje, que se bebía los libros de Laura Gallego, o de Harry Potter, o de vampiros (esos que yo le decía que eran de tapas negras con sangre), a abandonar casi por completo la lectura. En Secundaria le obligaban a leer unos libros que no entendía, que alguien en un ministerio había decidido que tenía que leer. Pero, además, como los profesores tenían que asegurarse de que los habían leído, tenían que “examinarla”, y para evitar que leyera resúmenes en El Rincón del Vago o similares, le preguntaban cosas como “¿cómo se llama el tendero que vende el pan al protagonista en el segundo capítulo?.”.  No, no es una invención, esta pregunta es real. Y tuvo que empezar a leer los libros impuestos no disfrutando de ellos, sino buscando datos  para memorizar que luego podían caer en un examen.

Hace poco leí un mea culpa de un profesor de Literatura de Secundaria en el que pedía perdón a sus alumnos por no poder enseñarles las belleza de la literatura, de las palabras, de las frases que conmueven el corazón, o el cerebro. Pedía perdón porque la enseñanza de la Literatura se había convertido en un ejercicio memorístico de autores, libros, fechas, datos que no aportaban absolutamente nada.

Algo parecido me pasó a mí en Secundaria. Y luego, en la Facultad, lo único que tienes tiempo de leer son ensayos relacionados con el tema que estás estudiando, y pierdes ya del todo el contacto con los libros, con los buenos libros que de pequeño te apetecía leer. En mi época era Salgari, y Julio Verne.

Si queremos que cambien los lectores, que haya más y que lean mejores libros, empecemos por cambiar el sistema educativo. Confiemos en los profesores de Literatura de Secundaria y dejémosles libertad para decidir qué es lo que deben leer sus alumnos, cómo contárselo, qué es lo que pueden enseñar con cada libro que elijan. Démosles la misma libertad que tienen los maestros de Primaria. Confiemos en su profesionalidad y en su amor por los libros.

Me decía mi hija que se enteró de la muerte de García Márquez por la televisión porque en clase ni lo habían mencionado. Puede que el profesor fuera malo -que también los hay-, pero puede también que estuviera apretado en un curriculum obligatorio que tenía que contar sí o sí y que no pudiera parar su desarrollo para decir “chicos, ha muerto García Márquez, así que este mes vamos a dedicárselo. Mirad si tenéis un libro suyo en casa, cualquiera y, si no tenéis, pasaros por la biblioteca y escoged uno. Iremos haciendo lecturas de su obra y las comentaremos para apreciar su “realismo mágico”.

Con esto tal vez consiguiéramos mantener a esos lectores que se crean en Primaria. 

Pero hay que actuar también sobre los que ya somos adultos. Y aquí también se pueden hacer cosas. Había una colección hace años, “Alianza Cien”, que se llamaba así porque valía 100 pesetas (unos 0,60 euros). Grandes libros de grandes autores por menos de un euro.  No sería difícil que el Ministerio de Cultura, o la Consejería de Cultura de la Comunidad, o el Área de Cultura del Ayuntamiento editara libros similares y los regalase, por ejemplo, cada vez que renovásemos el abono transporte. O que el gremio de libreros, o el de escritores, los editase y se los regalase a cada uno que compre un libro en la Feria del Libro, sea el libro que sea. Puede que el libro se quede en una estantería y no se lea jamás, pero también es posible que alguien en el autobús se decida a leerlo y descubra un autor o un tema que no sabía ni que existían. Y puede que estas ideas sean peregrinas y haya otras mucho mejores. Pues bien, las que sean, pero protestar por la mala calidad de los lectores y no hacer nada no sirve para nada.


Vuelvo al principio. Respeto a todo aquel que veo leyendo  un libro o  en una tableta. Y si queremos que lo que lean tenga calidad, cambiemos las cosas o, al menos, intentemos cambiarlas.

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