Nota antes de empezar: Con este texto no
hago ningún spolier, como se dice ahora, o no me cargo el final del libro, como
se decía antes, ya que no desvelo nada que no se sepa en las primeras páginas
del libro. Los que lo hayáis leído lo entenderéis. Los que no, sólo informaros
que éstas son notas en las que pensaba conforme lo leía, que son mías, y que
vosotros sacaréis vuestras propias conclusiones cuando lo leáis, si lo hacéis.
*******
Os he acompañado, he estado con vosotros
siguiendo el último viaje del abuelo Domingo, lo suficientemente lejos como
para que mi presencia no os incomodara, pero todo lo cerca que podía para
escuchar vuestros pensamientos. Sí, sé que no pintaba mucho allí, pero Julio ha
querido mostrarnos el camino, y yo lo he seguido.
He seguido la senda que me conducía de la
Castilla llana, ardiente, a la otra Castilla, a la leonesa, donde las montañas
se yerguen majestuosas y se imponen sobre el paisaje. En el camino, con el aire
cubierto por el aroma del trigo en abril, apenas más que yerba, apenas más que
campo verde, plano, inmenso, he podido pensar en la muerte de mi padre. Y más
que en su muerte, en su entierro. Sí, él era de esa Castilla que se extiende
hasta el infinito, de esa Castilla que le acogió en su nacimiento y en su niñez
pero que le expulsó en su juventud. Es la misma Castilla la que acoge a Domingo
exiliado y la que exilia a mi padre. Le gustaba. Siempre decía que aquellos
paisajes donde podía relajar la vista y llevarla hasta el horizonte eran sus
paisajes preferidos. Las montañas le oprimían y parecía como si entre ellas le
faltara el aire. Vivió casi toda su vida en Madrid y un cementerio de Madrid le
acogió. Tal vez no pudo, o no quiso pedirle a ninguno de sus hijos que le
llevaran a su tierra. No sé si no pudo o si no quiso. No sé. Y esa duda me
ronda en la cabeza desde que he escuchado la historia de Domingo por vuestras
bocas. Puede que Domingo y mi padre tuvieran dos formas distintas de ver esa
Castilla que les dio la vida, pero ambos amaron enormemente su tierra, su
pueblo, sus recuerdos de años jóvenes, sus ilusiones rotas. Sí, la amaban y les
dolía en lo más profundo ese amor.
Con vosotros he pasado de esa Castilla
extensa al León que rompe el horizonte con sus crestas montañosas.
Mientras os acompañaba he pensado mucho en esa
decisión que hay que tomar cuando la duda se plantea entre el derecho de unos
pocos y el bien común. Sí, es difícil de resolver. Cuando de tu mano pende la
posibilidad de quitar a unas personas su tierra, su hogar, sus vecinos y sus
compañeros, sus esperanzas, quitárselo casi todo porque el bien común prima
sobre todo lo dicho. Qué difícil. Sí, y se trata de un bien común importante,
que permite mejorar los regadíos, garantizar agua potable a la población,
obtener energía verde, no contaminante,
que se puede obtener siempre que se quiera. Ese bien común tan
esencial hace que la decisión sea más dura de tomar. Saber que hay personas
que se van a ver muy afectadas por tu decisión es dramático. Siempre he
pensado que el bien común debía primar, pero vuestra historia, la vida de
Domingo, me ha hecho entrar de lleno en la duda. Tal vez no tanto por mantener
ese principio de supremacía del bien común, sino por quién o quiénes deciden
cuál es el bien común. Viendo lo que veo últimamente pienso en señores con
traje marcando líneas sobre un mapa extendido sobre una mesa de una amplio
despacho, marcando rayas que destrozan personas. Qué poder tiene ese rotulador
y qué peligroso es. Vale para los que un día con su rotulador aplastaron a
Domingo, vale para los que ahora mismo, en cualquier ayuntamiento, están
dibujando el plan urbanístico, y para los que lo dibujaron burbujeando, o desde
cualquier Comunidad Autónoma, o desde cualquier ministerio. Y los que usan el
rotulador pasarán a la historia por haber hecho una gran obra, y el abuelo
Domingo quedará en el anonimato sin esperar que un escritor quiera dedicarle
tiempo. Cuántos Domingos hay, y cuántos Domingos habrá. Y qué pocos señores del
rotulador irán a hablar con Domingo antes de volcar sus líneas para ver cuál es
la mejor manera de trazarlas.
He visto con vosotros los grandes campos
de Castilla surcados por grandes líneas rectas trazadas primero con azada,
luego con arado, con burro, luego con tractor. He visto con vosotros las
grandes montañas horadadas formando terrazas para cultivo, o libradas de
árboles para pastos, o salvajes como cuando la Naturaleza decidió ponerlas ahí.
He olido el perfume de las flores que en abril avanzan lo que será mayo, y con
su olor entraban en mí vuestros pensamientos, variados, modelados por vidas
distintas, pero en los que siempre he visto un enorme respeto por Domingo.
En la Castilla del Cid que conquistó
castillos, también nació Domingo que, también expulsado de su tierra, conquistó
otra y la transformó palmo a palmo, callo a callo. Antes sólo veía el agua como el río que nos lleva. Ahora, además la veré con los ojos de Domingo y de todos vosotros. Son formas distintas mirar el agua, pero que se complementan.
En recuerdo a Domingo, y a mi padre, he
dejado una flor en la laguna y otra en el pantano. Nadie me ha visto, nadie las
ha visto, nadie sabe qué hacen ahí, excepto vosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario