Se había reencarnado en una semilla. No sabía
muy bien como sentirse, si bien o mal, porque era algo que no esperaba. Aunque
era ateo, o agnóstico, que tampoco lo tenía muy claro, había dado últimamente
muchas vueltas a eso de la muerte. A la muerte y a lo que vendría después. Él
creía que no había nada, que con su cuerpo moriría todo él, incluyendo su alma,
o su espíritu, o como quiera que se llamase eso que tenía y que parecía
distinto a una cuestión puramente física.
Había sido educado en una religión que le
decía que, al morir, sería juzgado por sus obras y que, o bien se iba al
cielo, o se iba al infierno.
Bueno, realmente había sido educado cuando existía también el limbo, que era
una especie de tierra de nadie donde iba el común de los mortales.
El cielo, con un enorme suelo formado por
nubes de algodón, tenía una banda sonora de arpas que querubines y serafines se
encargaban de hacer sonar. Lo llamaban música celestial. Allí iban los hombres
santos. Se supone que también las mujeres santas, pero la religión esa pasaba
como de puntillas sobre el tema.
El infierno estaba situado en las
profundidades, seguramente cerca el núcleo de la Tierra. Tenía que ser así para
poder mantener un fuego eterno donde se quemaban los malos. Si ibas allí, te
pasabas toda la vida –o como se llamara eso que pasas allí- ardiendo, y con
restañar de dientes. No entendía muy bien la razón por la que el restañar de
dientes era algo malo. Sí sabía que era contradictorio, porque él solo los
había restañado cuando hacía mucho frío, y eso es incompatible con estar
ardiendo sin cesar. Como no explicaban bien el tipo de música que había en el
infierno, se imaginaba que lo del restañar de dientes era la banda sonora.
Millones de malos restañando los dientes tenía que ser bastante grimoso, aunque
lo del fuego eterno era mucho más definitivo para hacerte pensar que el
infierno no molaba.
De joven muchas veces se había reído diciendo
eso de que preferiría ir al infierno, por aquello de que los malos eran mucho
más divertidos que los buenos. La verdad es que nunca se había tomado en serio
nada del más allá. El limbo ayudaba mucho, porque no siendo un santo, tampoco
se consideraba mala persona, por lo que si finalmente aquellas enseñanzas
tenían razón, pues al limbo. Pero eso de que hubieran decidido recortar también
en el limbo…
Pero no. Hete aquí que este hombre, ni bueno
ni malo, se había reencarnado, y en una semilla. Había oído hablar de la
reencarnación, pero tampoco tenía muy claro el proceso. Algo había oído de que
dependiendo la vida que hubieras llevado te reencarnabas en algo o alguien que
compensara lo que no habías hecho o lo que habías hecho mal. Así, de primeras,
una vez que tuvo conciencia de que era una semilla, se encontraba bien. Las
dudas que los últimos meses sobre si se apagaría del todo, o si iría al cielo,
o si iría al infierno, se habían despejado, y una sensación de alivio le
recorrió todo el ¿cuerpo?.
No le cuadraba del todo. Reencarnación tiene
su parte de “encarnación”, por lo que pensaba que, en caso de que fuera verdad
lo de esta religión, se reencarnaría en algo con carne. Una semilla no se podía
decir que fuera de carne. Pensaba que lo de la reencarnación iba de volver a
nacer siendo caballo, o rana, o si habías sido muy malo, cucaracha. Incluso
podías reencarnarte en otro hombre, o mujer….
Pero no, le había tocado ser semilla.
Desconocía el motivo. No sabía qué podía haber hecho, o haber dejado de hacer,
para que esta nueva vida fuera de semilla. Quiso hacer un rápido repaso mental
a todo lo que había sido su vida anterior, pero su condición de semilla tampoco
le permitía llevar a cabo muchas elucubraciones, así que lo dejó. “Qué más da”,
pensó, “me ha tocado ser semilla y lo importante ahora es adaptarme lo antes
posible a mi nueva condición”.
Enseguida se dio cuenta de que no sabía casi
nada de su nueva condición. En clase de naturales había prestado poca atención,
y apenas sabía generalidades sobre las plantas. Sabía lo típico, que estaban formadas por raíces, tallo,
ramas y hojas. Verde, sí, sería verde, que es el color que le da la clorofila a
las hojas para poder hacer noséqué con el aire y respirar. Bien, estaba bien,
mejor ser verde hoja que verde rana.
De su desconocimiento tampoco se echaba toda
la culpa. Sí que había visto bastantes documentales en la tele, pero intentaba
recordar alguno sobre plantas y era incapaz. Si se hubiera reencarnado en león
o en ñú andaría sobrado, pero de planta….
Pétalos, sí, también tendría pétalos es sus
flores. Guay, tendría flores. Sí, y las flores tenían otras cosas… estambres,
priscilas -¿o eran pistilos?-. Y se reproduciría a mogollón con la ayuda de las
abejas. Vaya, esto ya no le hizo tanta gracia. Se había pasado la vida huyendo
de las abejas para que no le picaran, y ahora tendría que hacer unas flores
llamativas para atraer su atención. Algo había oído de que cada vez había menos
abejas, así que la competencia con otras plantas por atraerlas sería feroz.
Mal, mal. Igual esto de ser planta no molaba
tanto. Pensaba que, al igual que cuando era quinceañero, tendría que competir
con otros para atraer a la que le iba a facilitar lo de reproducirse. Bueno,
entonces lo de reproducirse le importaba un pito, que él lo que quería era… lo
que quería. ¿Y ahora? ¿Tendrían las plantas peleas en las raíces, estrujándose,
retorciéndose, quitándose los mejores alimentos?. ¿Ganaría la pelea por ser
alto y conquistar el sol tan necesario para sus hojas verdes o sería
ensombrecido por algún matón gigante de tres al cuarto?
Estaba en estas cosas cuando cayó en que sí,
que sabía que era una semilla, pero no sabía de qué. Un olmo, ojalá fuera de un
olmo. Bueno, tampoco tenía un interés especial en ser un olmo, pero fue lo
primero que se le vino a la cabeza cuando pensó en su futuro. Más tranquilo,
creyó que le daría igual ser un abeto, o un álamo, o un sauce –aunque lo de
llorón le quitaba encanto-. Daba igual mientras fuera un árbol portentoso. Y de
campo, eso sí, que le apetecía mucho respirar aire limpio después de pasarse la
vida anterior fumando sin parar. Y viviendo en una ciudad como Madrid,
completamente contaminada. Sí, quería ser árbol de campo. Nada de árbol urbano,
de parque, o de alcorque en acera. No, los había visto y no quería ser como
ellos. Árboles que no cuidaban, que se dejaban morir. No, árbol campero, de
monte, es lo que quería ser. Tener nidos en sus ramas y dar cobijo a los
pájaros los días de lluvia, que se le subieran las ardillas buscando sus
frutos, y las hormigas, y miles de invertebrados. Y abajo, otros animales
rebuscando comida entre el manto marrón de las hojas que habría renovado en
otoño y que, a cambio, le abonarían….vaya, eso no lo había pensado….alimentarse
de la mierda de los animales….
Claro, que la duda le asaltó cuando pensó que
podía no ser un árbol. Podría ser una lechuga, o una coliflor, o un rábano… Hasta
podría ser una brizna de hierba, brizna que sería cortada como mala hierba, o
que sería cuidada y peinada si caía en un campo de golf.
Estaba en estos pensamientos cuando una fuerte
racha de viento le arrancó de su lugar y le trasladó por el aire. Pensaba que
ya había llegado la hora de saber quién iba a ser. Sentía el calor del sol
sobre su piel y pensaba que fuera haría un día estupendo, de los que apetece ir
por el campo. Esperaba que el viento acertara y le dejara caer sobre una tierra
rica en nutrientes, algo húmeda, para poder semienterrarse y empezar a crecer y
crecer. El viento, con sus remolinos, le hacía dar vueltas y sentirse un poco
mareado. Pensaba que era normal, que el traslado al lugar de su nuevo
nacimiento tenía que tener algo de aventura.
De repente el viento cesó y le dejó, con un
pequeño golpe, sobre la tierra. Ahora es la hora, pensó.
Una gran máquina apisonadora pasó sobre él y
lo aplastó contra la tierra. Los humanos, los que estaban vivos, iban a
construir una carretera.
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